Señor Jesús, hoy vengo ante Ti con el corazón más herido que nunca. No hay palabras humanas que puedan describir el dolor que siento desde que mi hijo partió de esta vida. La casa se siente vacía, el alma quebrantada, y mi pecho guarda un silencio que solo una madre que ha perdido un hijo puede entender. Pero aún así, en medio de este dolor tan profundo, levanto mi mirada hacia Ti y te digo: aquí estoy, Señor, confiando en Tu amor eterno.
Mi hijo ya no está conmigo en esta tierra, pero yo sé, por la fe que me has dado, que su alma vive en Tu presencia. Sé que no ha desaparecido, sino que ha regresado a Ti, que eres la fuente de la vida. Aun así, mi corazón de madre lo extraña intensamente. Extraño su voz, sus risas, sus abrazos, su presencia en mi día a día. Y en medio de esta ausencia, te entrego todo mi dolor, Señor, como una ofrenda.
Cuida a mi hijo, Jesús. Abrázalo en el cielo como yo lo abrazaba en la tierra. Que no le falte nunca Tu luz, ni Tu paz. Concédele el descanso eterno, que resplandezca para él la luz perpetua, y que goce ya de Tu Reino, donde no hay llanto, ni enfermedad, ni muerte. Te pido, Señor, que lo purifiques con Tu misericordia, que si aún necesita de Tu perdón, lo alcance por los méritos infinitos de Tu Cruz.
Señor, Tú que fuiste Hijo y conociste el amor de una madre, mira con compasión este corazón que llora. Dame fortaleza para seguir adelante sin su presencia física. Ayúdame a no vivir atrapada en el pasado, sino a caminar con esperanza hacia el día en que nos reencontraremos en la gloria.
Gracias por haberme permitido ser su madre. Gracias por cada momento vivido a su lado, por las alegrías que compartimos, incluso por los dolores, porque todo me unió más a él. Aunque su vida haya sido corta (o aunque haya vivido muchos años), yo sé que cumplió el tiempo que Tú le tenías destinado.
Madre Santísima, Virgen María, tú que también entregaste a tu Hijo en la cruz, acompáñame en este valle de lágrimas. Enséñame a ofrecer mi sufrimiento con amor, como tú lo hiciste. Consuela mi alma de madre, llévame de la mano cuando no tenga fuerzas, y cuida el alma de mi hijo con ese amor maternal que solo tú sabes dar.
Espíritu Santo, consuélame en las noches en que la soledad y la tristeza me golpean con fuerza. Recuérdame que la muerte no es el final, sino el paso hacia la vida eterna. Ayúdame a vivir con fe, con esperanza, con la certeza de que mi hijo no está perdido, sino que ha sido encontrado por Ti, para siempre.
Señor, te entrego cada lágrima, cada pensamiento, cada suspiro que me provoca su ausencia. Conviértelos en oración, en amor, en esperanza. Y cuando llegue mi hora, permíteme correr a su encuentro, abrazarlo en la eternidad, y juntos alabarte por los siglos de los siglos.
Amén.
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